Hermanos:
La urgencia que nos ha convocado aquí, hoy, es muy similar a la que nos viene instigando desde hace decenas y decenas de años. Ya es tiempo de que nos decidamos a aplacarla, dominarla de una vez para siempre. Los esfuerzos que nos han precedido ciertamente no han sido en vano; han contribuido a que estemos frente a frente destazando la cuestión.
Se trata del desarrollo de nuestra identidad común. Del Espíritu que ronda estas tierras y que nos ha insuflado de vida, así nos rehusemos a escucharlo u otros quieran desprestigiarlo. Es una presencia que habita en la palabra, pero sobretodo en las imágenes de la mente y el corazón. Permítanme aclararles a lo que me refiero antes que me señalen como loca.
Cuando vino Colón, se asombró del paisaje de las islas, de sus riquezas y frutos. Al igual que él, viajeros y cronistas posteriores describieron meticulosamente, con las mejores comparaciones y metáforas posibles, la infinidad de cosas desconocidas que fueron encontrando paso a paso. Los pobladores eran componentes del Nuevo Mundo, así como las plantas y los animales; objetos de estudio con curiosísimos comportamientos. A partir de entonces, han —y hemos— decretado que la naturaleza y el americano son inseparables. El uno está fusionado en la otra; la una dota de carácter al otro.
No hay razón por la cual dudar del vínculo esencial entre las sociedades locales y su entorno. Edificaron cultura sobre la base de sus conocimientos de la caza, del cultivo y de los ciclos del universo; quedan restos arqueológicos y todavía están las voces vivas de sus descendientes para confirmarlo. Si bien se dice que el hombre es el animal que se distingue por transformar el medio en que habita, nos arriesgaremos a afirmar que estas sociedades originarias preferían la simbiosis y la convivencia al dominio y la imposición de la supuesta superioridad humana.
El problema es que han —y hemos— resaltado aquellos elementos negativos de la naturaleza americana: incognoscible, inabarcable, caótica, impredecible, arisca, irracional... ¿Estamos y estaremos siempre fuera del mundo ordenado? Más aún, ¿estamos dispuestos a censurar las realidades que podemos intuir a través de nuestra relación con la naturaleza? Tomaré de ejemplo a un escritor guatemalteco de Quetzaltenango para ilustrar cómo dos posturas contradictorias pueden conjugarse en nuestro pensamiento:
En 1915, Rafael Arévalo Martínez publicó el cuento “El hombre que parecía un caballo”. Antes de enjuiciar al autor, recalcaré que el hombre no era un caballo, tan sólo parecía un caballo. Aunque nuestro narrador incógnito determinó los rasgos equinos más notorios después de visiones, éstas se distinguen de la alucinación o de la ensoñación porque tan sólo los ademanes son como los de un caballo. Una y otra vez comprobamos que la metáfora es un mecanismo legítimo, muy útil y productivo para conocer o dar a conocer el mundo. Por supuesto, los símiles son tan indicados para describir los movimientos y la personalidad del Señor de Aretal que, al final, el narrador no puede más que quedarse con la imagen de unos cascos en su frente a causa del rechazo; también el lector ya no duda de la apariencia de caballo del hombre. Ahí está la naturaleza imponiéndose al lado humano, racional, del Señor de Aretal.
Sintió de pronto el señor de Aretal que mi mano era poco firme, que llegaba a él mezquino y cobarde, y su nobleza de bruto se sublevó. De un bote rápido me lanzó lejos de sí. Sentí sus cascos en mi frente. Luego un veloz galope rítmico y marcial, aventando las arenas del desierto.
Díganme, ¿cuántas veces no hemos llamado -visto- a los otros como mulas, conejos, ratas o tigres? Antiguas tradiciones -principalmente mexica, aunque podemos encontrar correspondencias en otras culturas mesoamericanas- refieren la existencia de nahuales, espíritus personales de formas animales que protegen y guían. Cuando el narrador conoce al Señor de Aretal siente que la búsqueda interminable de otra alma en la que pueda reconocerse a sí mismo, con la que pueda encaminarse a planos más elevados del Ser, ha terminado. Él mismo, no duda en calificarse con atributos animales (antenas de hormiga, cola de pavorreal, alas de mariposa). Así, en el curso de la amistad que los une por breve tiempo, el Señor le enseña a descubrir verdades ocultas en él y el narrador le revela su 'secreto':
Las antenas de mi alma se dilataban, lo palpaban y volvían trémulas y conmovidas y regocijadas a darme la buena nueva: "Éste es el hombre que esperabas; éste es el hombre por el que te asomabas a todas las almas desconocidas, porque ya tu intuición te había afirmado que un día serías enriquecido por el advenimiento de un ser único. La avidez con que tomaste, percibiste y arrojaste tantas almas que se hicieron desear y defraudaron tu esperanza, hoy será ampliamente satisfecha: inclínate y bebe de esta agua."
El hecho de que sea un Señor no es casual y creo que deberíamos preguntarnos acerca de sus dos posibles y más atrayentes lecturas: la política y la espiritual. En la primera, es verdaderamente alarmante la insinuación de que un sujeto influyente, rico y pródigo —si no un gobernante, al menos alguien que pertenece a una élite— posea el carácter de un caballo: un animal obediente pero caprichoso, que puede andar tranquilamente con una carga pesada en el lomo pero también puede correr desbocado; un animal de poco seso y mucha fuerza.
El señor de Aretal, que tenía una elevada mentalidad, no tenía espíritu: era amoral. Era amoral como un caballo y se dejaba montar por cualquier espíritu. A veces sus jinetes tenían miedo o eran mezquinos y entonces el señor de Aretal los arrojaba lejos de sí, con un soberbio bote. Aquel vacío moral de su ser se llenaba, como todos los vacíos, con facilidad. Tendía a llenarse.
En la segunda, el Señor de Aretal es proclive a ser relacionado con el Señor, es decir, Dios porque el narrador —a pesar de las referencias a la corporalidad de su amigo— muestra especial interés en la sumersión espiritual, purificante y renovadora, que sacia su sed de sabiduría y prende su llama de amor.1 A través del Señor de Aretal, nuestro narrador se reúne con Dios y sus maravillas. Gran parte de la narración transcurre en este otro plano paralelo e inmaterial e incluso, cuando los amigos asisten a las reuniones y fiestas, el tono rojo o la brillantez de los collares de topacio remiten a símbolos religiosos.
¡Oh, las cosas que vi en aquel pozo! Ese pozo fue para mí el pozo mismo del misterio. Asomarse a un alma humana, tan abierta como un pozo, que es un ojo de la sierra, es lo mismo que asomarse a Dios. Nunca podemos ver el fondo. Pero nos saturamos de la humedad del agua, el gran vehículo del amor; y nos deslumbramos de luz reflejada.
Es fundamental que nos quede claro a todos que el ver rasgos animales en hombres y mujeres no son síntomas de locura; que los actos que nos pueden parecer degradantes o repulsivos están condicionados por la naturaleza animal con la que nacimos; que ello no quiere decir que carezcamos de humanidad o de sentido común. El Señor de Aretal debe disculparse con su amigo por aquellas situaciones en las que se comporta de manera extraña, incluso viciosa, por estar en compañía de personas deplorables y de malos jinetes.
Por eso, de regreso a la cuestión, les pregunto ¿es necesario domesticar nuestra animalidad? El siglo XIX latinoamericano se distinguió por el replanteamiento de la confrontación entre barbarie y civilización: quiénes se oponían al progreso, quiénes pervivían en el rezago, quiénes no concordaban con las leyes vigentes, quiénes tenían la razón de su lado. Arévalo Martínez nació en 1884. La crítica tradicional considera que perteneció al grupo de autores que abrieron camino hacia tendencias literarias diferentes del Modernismo. Otras de sus etiquetas más comunes han sido neo-místico, surrealista, precursor del realismo mágico o de la literatura del absurdo.
Sin embargo, hay datos de su vida que lo acercan al molde de letrado decimonónico;por ejemplo, fue profesor de español y periodista mientras estuvo en Europa, colaboró como director de la Biblioteca Nacional de Guatemala desde 1927 hasta 1945 y se esforzó por pertenecer a la Academia Española de la Lengua. ¿Será posible que plantee el conocimiento del propio espíritu como la manera de subyugar lo bestial? ¿Que aún rechazando la razón, defienda el autocontrol y la moral? Claro que la civilización debe mantenerse en pie. ¿No será momento de que nuestra denostada naturaleza sea reivindicada y pueda colaborar en la satisfacción de nuestros ideales de vida?
De pie, hermanos. Levantemos nuestras civilizaciones conforme a nuestras propias reglas. Pues la naturaleza está de nuestro lado, ella no es la barrera infranqueable ni el campo liso que debe ser extenuado. Quiere y exige respeto como nosotros queremos y exigimos respeto. Aquí estamos, aquí está ella y no iremos a ninguna parte. No nos negamos; no desaparecemos.
1Para más información puedes consultar el siguiente artículo en pdf: Salgado, María A.,“La narrativa de Rafael Arévalo Martínez: el autor frente a su obra”.
eso es tan bueno y me ayuda para inspirarme en mi vida y seguiré tomando las decisiones con certeza...
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